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Disparates sin gluten

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre la absurda y potencialmente peligrosa moda de comer alimentos sin gluten

En la última década los supermercados y restaurantes se han ido colonizando por alimentos y platos sin rastro de gluten. La etiqueta “sin gluten” se ha convertido de forma casi inadvertida en un reclamo más de salud asociado a lo que comemos o dejamos de comer. El cambio parece paulatino, pero en realidad ha sido algo casi instantáneo, si tenemos en cuenta que los cereales de secano que contienen este compuesto proteico (el trigo principalmente, pero también el centeno, la cebada y sus derivados) han sido la base de la alimentación durante 10.000 años en buena parte del mundo. El gluten no solo está presente en panes, pastas, cuscús, pasteles, bollos y galletas, sino también en salsas y cervezas. ¿Cómo puede ser que se haya convertido de repente en un producto abominable? Todo indica que se trata de una moda, un reclamo mágico que no es fácil de combatir con hechos y evidencias científicas. Las imágenes y narrativas que sustentan la propaganda “sin gluten” quizá se combatan mejor con imágenes y narrativas de signo opuesto e igualmente eficaces, pero antes que nada conviene conocer las pruebas científicas.

De entrada, hay que reconocer que la explosión de productos y menús sin gluten ha sido una bendición para las personas celiacas, con intolerancia al gluten, que son aproximadamente el 1% de la población. La enfermedad celiaca se conoce desde antiguo (“Si el estómago no retiene la comida y esta pasa cruda y sin digerir, y nada sube al cuerpo, llamamos a estas personas celiacas”, escribió Areteo de Capadocia en el siglo I a. C.) y la reciente abundancia de productos sin gluten les ha hecho la vida más fácil a quienes la padecen. Sin embargo, ahora muchas personas que ni son celiacas ni tienen ninguna alergia al gluten se adhieren de forma esporádica o continua a este tipo de alimentación porque creen que les sienta mejor y puede mejorar su salud. Lo cierto es que los pocos estudios que han analizado los efectos de la dieta sin gluten en personas sanas no prueban ningún beneficio para salud, sino más bien todo lo contrario, pues una dieta con gluten podría reducir levemente el riesgo de infarto o no modificarlo.

Eliminar el gluten de la dieta no parece, por tanto, una buena idea. El gluten es la matriz proteica que da forma a los granos de cereales que lo contienen y que aporta las características elásticas y adhesivas que apreciamos en la masa de pan. La supuesta asociación del consumo de este componente con diferentes enfermedades, como la demencia, la depresión, el autismo y la obesidad, carecen de base científica, del mismo modo que no hay pruebas de que eliminarlo de la dieta ayude a perder peso. Lo que sí parece claro es que una dieta sin gluten disminuye el consumo de fibra y granos enteros, que han demostrado ser beneficiosos para la salud. El gluten es, además, la clave del éxito histórico del pan de trigo. Como explica la antropóloga Patricia Aguirre en su libro Una historia social de la comida, “el pan [de trigo] preparado con el grano entero sumó ventajas nutritivas (densidad), metabólicas (digestibilidad), de transporte y almacenamiento. Por eso, para los europeos, desde las épocas del Imperio Romano, pan es sinónimo de comida”. El Gluten Free Museum, con su enigmática galería de imágenes de la cultura occidental en las que se ha borrado el rastro del gluten, nos pueden ayudar a reflexionar sobre esta moda disparatada, entre otras muchas relacionadas con la alimentación. Las innumerables noticias falsas sobre los alimentos son probablemente solo un síntoma de un problema más profundo.


Autor
Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Impacto y relevancia

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre la influencia de la prensa y la web social en la difusión de la biomedicina

No es habitual que la revista Science publique una investigación sobre periodismoy que esta no sea un estudio observacional sino un ensayo aleatorizado. Realizado a lo largo de varios años en Estados Unidos, este experimento viene a confirmar que la prensa tiene una notable capacidad de influencia en el debate público. En estos tiempos de comunicación digital y de diálogo redundante en la red, hasta los periódicos de tamaño pequeño y medio son capaces de condicionar los temas de conversación. La principal limitación de este experimento es que mide el efecto causal (la influencia) con parámetros como el número de páginas vistas y discusiones en Twitter; y, claro está, los tuiteros no representan al conjunto de la ciudadanía. Con todo, este respaldo experimental a la teoría de que la prensa establece la agenda del debate público (agenda setting) es una buena noticia para el periodismo y los periodistas. Y es también una buena noticia, por lo que tiene de oportunidad, para la comunicación de la biomedicina y la cultura de la salud.

Hace tiempo que los científicos saben que la prensa representa una gran oportunidad para difundir sus hallazgos y, de paso, tener réditos profesionales. El popular factor de impacto, que mide la capacidad de influencia de una revista académica en el seno de la propia comunidad científica, se ve beneficiado por la difusión mediática de un artículo científico. Esto es algo sabido desde 1991, cuando un estudio comprobó que la difusión de un artículo científico del New England Journal of Medicine en el New York Times aumentaba las citas de ese artículo en las revistas científicas. Desde entonces, otros estudios han confirmado estos resultados en otros periódicos y revistas, a la par que se ha comprobado que la difusión mediática de un artículo científico aumenta sus descargas en la red. Recientemente se ha empezado también a medir el impacto que tienen las publicaciones científicas en la web social, desarrollando para ello nuevas medidas alternativas (altmetrics) a las citas en las publicaciones científicas. Muchas revistas académicas ofrecen ahora datos altmétricos de numerosas fuentes sobre la atención en tiempo casi real que se dispensa a los artículos científicos en la prensa digital, Twitter, Mendeley, Facebook, YouTube, Google+,Wikipedia y una larga lista de blogs y otras plataformas de comunicación.

El liderazgo de la prensa en todo este ecosistema parece indiscutible, entre otras cosas porque es el primer productor de noticias, por delante de la televisión, la radio y otros medios. Con todo, el eco que tienen las principales revistas médicas en la prensa generalista es muy desigual en las distintas regiones del mundo. Así, la prensa anglosajona (EE UU y el Reino Unido) presta el triple de atención a estas revistas que la prensa europea, y esta a su vez mucho más que la latinoamericana. Si tomamos tres periódicos representativos de estas regiones, resulta que el británico The Guardian se hace eco de las publicaciones médicas 3,5 veces más que el español El País y 26 veces más que el argentino La Nación. El impacto de las revistas en la prensa es solo un indicador, que no dice nada sobre la calidad científica de los mensajes que se difunden en los periódicos, pero nos da una cierta idea de la vitalidad que tiene el periodismo biomédico en diferentes países. Además, el periodismo representa un filtro profesional de los mensajes que llegan a los ciudadanos. En cualquier caso, una cosa es el impacto mediático, que siempre es algo que se puede trabajar utilizando las herramientas adecuadas, y otra muy diferente la relevancia científica y la certidumbre de los mensajes que se difunden.


Autor
Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Fernández E, García AM, Serés E, Bosch F. Students’ satisfaction and perceived impact on knowledge, attitudes and skills after a 2-day course in scientific writing: a prospective longitudinal study in Spain. BMJ Open 2018;8:e018657.

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La ciencia y sus premios

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre el equivocado Nobel de Ochoa y el reconocimiento de los logros científicos

Pocos saben que al español Severo Ochoa le dieron en 1959 un Nobel de Medicina que no se merecía. Este premio se otorgó, de forma inusitadamente rápida, a Arthur Kornberg y a Ochoa “por su descubrimiento de los mecanismos de la síntesis biológica de los ácidos ribonucleico [ARN] y desoxirribonucleico [ADN]”. Kornberg había identificado la ADN polimerasa, la enzima responsable de la síntesis de ADN, y Ochoa, la ARN polimerasa, responsable de la síntesis de ARN. Sin embargo, al poco se comprobó que la enzima de Ochoa era la polinucleótido fosforilasa, mientras la auténtica ARN polimerasa fue descubierta en 1960 por otros científicos, que se quedaron sin su Nobel. El fiasco científico fue enorme y marcó la posterior carrera del científico asturiano. La fosforilasa resultó luego crucial para el siguiente gran hito de la biología molecular, el desciframiento del código genético. La contribución de Ochoa a este logro sí fue decisiva y hubiera merecido el Nobel de 1968, con el que se premió este avance. Pero no se lo dieron. El caso de Ochoa no es aislado, pero ilustra muy bien cómo funciona la ciencia, su carácter autocorrectivo, el desfase entre mérito y reconocimiento público, e incluso la marginación de las científicas (Marianne Grunberg-Manago, alumna de Ochoa, también participó en el aislamiento de la fosforilasa y no recibió el Nobel).

La carrera del científico español en el exilio, mayormente en EE UU, donde fue protagonista del desarrollo de la biología molecular, es toda una novela, y quizá por ello otro investigador asturiano se ha decidido a escribirla. Juan Fueyo, del Centro Médico del Cáncer M. D. Anderson de Texas (EE UU), ha recreado en Exilios y odiseas. La historia secreta de Severo Ochoa una suerte de biografía novelada de un científico con gran talento y determinación. La dura competición en la que participó Ochoa y el éxito del Nobel, que lo equiparaba en España con su admirado Ramón y Cajal, dieron paso a un gran fiasco y a una etapa en la que se tuvo que reinventar para realizar sus mejores aportaciones. Las razones por las que a Ochoa no le dieron en 1968 un Nobel que se merecía se sabrán en 2018, cuando se cumpla una cuarentena de 50 años y se abra el sobre lacrado con las deliberaciones del premio. Fueyo ha novelado también este episodio con una clara intención de restar importancia a los premios y relativizar su significado. En todos los Nobel, desde el de Medicina al de Literatura, hay ausencias notables y premiados que han quedado muy devaluados con el tiempo.

De todas maneras, y de esto también trata la novela de Fueyo, en la ciencia los nombres son circunstanciales y casi prescindibles. Si Ochoa y Grunberg-Manago no identificaron la ARN polimerasa, lo cierto es que otros no tardaron en hacerlo; si Ochoa no hubiera realizado aportaciones decisivas al desvelamiento del código genético otros las habrían hecho. A menudo es prácticamente imposible atribuir un logro no ya a un solo investigador sino a un grupo reducido. La ciencia es una aventura colectiva en la que lo que ha hecho uno bien podría haberlo hecho otro, y esta es la radical diferencia con el arte, lo cual no quiere decir que la ciencia no tenga sus protagonistas y sus recompensas. De entrada, los científicos son, después de los médicos, los profesionales que gozan de mayor prestigio y reconocimiento social. Pero además tienen la recompensa íntima del conocimiento; y, en el caso de los grandes científicos, la de haber sido los primeros en llegar, emulando a los descubridores, a un lugar ignoto que nadie antes había pisado.


Autor
Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Traducción al español de los marcos GRADE de la evidencia a la decisión

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Más escépticos leales

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre la cultura científica y el papel de científicos, comunicadores y periodistas

Si hubiera que resumir los problemas que afectan a la comunicación científica en uno solo, este sería la exageración, o hype, como dicen los anglosajones. Mensajes exagerados son todos los que, de forma voluntaria o involuntaria, distorsionan los hallazgos de la investigación y van más allá de lo que se sabe a ciencia cierta. Y no son una rareza, sino un fenómeno demasiado habitual. Ocurre en el periodismo, donde se etiqueta como sensacionalismo; en la divulgación, cuando se sacrifica el mensaje científico riguroso en el altar del espectáculo (la espectacularización de la ciencia), y en la comunicación profesional, cuando en las notas de prensa se muestra solo la cara más positiva de la investigación. Y puede ocurrir incluso en la comunicación entre médico y paciente, cuando no se ofrece una información equilibrada entre los beneficios y perjuicios de las intervenciones médicas. El efecto final de la exageración, particularmente en el campo de la biomedicina, es la creación de miedos infundados y de esperanzas desmedidas, además de una cierta pérdida de confianza. En las redes sociales los mensajes distorsionados campan a sus anchas, pero una parte de la responsabilidad también es de los agentes del ecosistema de la comunicación científica, desde los investigadores a los periodistas, pasando por los comunicadores y divulgadores profesionales.

Casi 400 de estos agentes, casi todos españoles pero también de Lationamérica, se reunieron la semana pasada en Córdoba (España) en el VI Congreso de Comunicación Social de la Ciencia para discutir sobre los retos, medios, modos, recursos, problemas y otras circunstancias que afectan a la difusión de la ciencia y sus protagonistas. Su visión, como no podía ser de otra manera, no es uniforme, pues la tarea de científicos, comunicadores y periodistas es bien diferente. Los científicos, a pesar de la falta de recursos y los recortes de los últimos años, están haciendo meritorias contribuciones a la ciencia a la vez que se involucran cada vez más en tareas de divulgación; los comunicadores y divulgadores están desplegando un sinfín de iniciativas para acercar la ciencia al público, y los periodistas, sin duda la parte más minoritaria en este congreso, siguen manteniendo lo mejor que pueden su mirada crítica y su imparcialidad. Como dijo la periodista argentina Nora Bär, del diario La Nación, el periodismo ya no es lo que era; pero, a pesar de sus crisis y dificultades, persiste en su obligación de informar con rigor sobre la incertidumbre propia de la ciencia, tratando además de promover el pensamiento crítico y la alfabetización sobre el método científico. Porque la ciencia no es un mundo ideal, como a menudo nos hacen ver los divulgadores, sino una actividad compleja y con los claroscuros de toda actividad humana. Y si no se ocupan de esto los periodistas, ¿quién se va a ocupar?

El elemento aglutinador de todos estos profesionales no es otro que la cultura científica, que es una parte de la cultura tan importante como las humanidades (según la célebre fórmula de Jorge Wagensberg, cultura menos ciencia igual a humanidades). En las últimas décadas, y desde los diferentes frentes, se ha hecho mucho por su promoción; sin duda hay que seguir haciéndolo, pero de una manera cada vez más madura y responsable. Porque la mayor cultura científica ayuda a moderar el optimismo sobre los efectos del desarrollo científico-tecnológico y fomenta la participación, como apuntó el filósofo de la ciencia José Antonio López Cerezo. Inevitablemente, nos hace también más desconfiados de las instituciones científicas, más críticos con los mensajes y más descreídos de la imagen un tanto idealizada de la ciencia. Nos hace más escépticos, sí, pero “escépticos leales” con el razonamiento crítico y científico.


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Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Lo más nuevo no siempre es mejor

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre la ineficacia de muchos de los nuevos y caros fármacos contra el cáncer

Lo más nuevo no es necesariamente mejor, aunque suele resultar más caro. En el caso de los nuevos medicamentos contra el cáncer, la constatación de la veracidad de esta afirmación resulta demoledora para los sistemas sanitarios públicos, para los pacientes con cáncer y sus familias, para los médicos, para el sistema regulador de los fármacos, para la investigación biomédica y para la sociedad. Para todos excepto para la “industria del cáncer” (las compañías farmacéuticas y todo su entorno que obtiene algún beneficio económico o profesional). El tratamiento medio anual con un medicamento contra el cáncer cuesta 85.000 euros (100.000 dólares) por paciente. Teniendo en cuenta la población potencialmente afectada (casi la mitad de los hombres y más de la tercera parte de las mujeres sufrirán un cáncer a lo largo de su vida), no hay que hacer cálculos complejos para ver que esto es insostenible. Pero lo peor es que siguen saliendo nuevos y más caros fármacos al mercado, que la mitad ellos no funciona y que, en el mejor de los casos, aportan un beneficio clínicamente insignificante.

La reciente publicación en el BMJ de un estudio sobre el beneficio de los 48 nuevos fármacos contra el cáncer aprobados para un total de 68 indicaciones terapéuticas por la agencia del medicamento europea (EMEA) entre 2009 y 2013 muestra que la mayoría de los tratamientos (39 de 68 indicaciones, 57%) salieron al mercado sin haber demostrado beneficio alguno en cuanto a supervivencia o mejora de la calidad de vida. Transcurridos al menos 3,3 meses desde su comercialización (5,4 meses de media), 33 de las 39 indicaciones aprobadas seguían sin haber logrado demostrar ningún beneficio sobre la supervivencia o la calidad de vida de los pacientes tratados. De los 23 fármacos que finalmente funcionaron, solo 11 (48%) aportaban algún beneficio clínico apreciable, de acuerdo con las escalas validadas.

Estos desastrosos datos se suman a otros similares sobre los tratamientos oncológicos aprobados por la agencia estadounidense del medicamento (FDA) entre 2008 y 2012, según un estudio publicado en JAMA en 2015. Durante esos cinco años, la FDA aprobó 54 indicaciones para tratamientos oncológicos, de ellas 36 (67%) sin evidencias sobre la mejora de la supervivencia o la calidad de vida del paciente. Y de estas 36 autorizaciones, solo 5 (14%) acabaron demostrando, tras 4,4 años de media en el mercado, algún pequeño beneficio.

Tanto la agencia estadounidense como la europea suelen aprobar fármacos e indicaciones oncológicas que inicialmente no han demostrado un beneficio clínico claro (mejora de la supervivencia o calidad de vida), confiando en que el supuesto beneficio terapéutico se acabe confirmando. Dada la gravedad de algunos tipos de cáncer y la urgencia del tratamiento, se suelen autorizar indicaciones a partir de resultados positivos con marcadores indirectos (surrogate outcomes), como por ejemplo la reducción del tamaño del tumor, y a veces incluso basándose en estudios sin un grupo control. Pero este procedimiento de autorización urgente y basado en pruebas indirectas y provisionales, como muestran los dos estudios mencionados, pone en el mercado fármacos que no acaban demostrando sus supuestos beneficios. Como sostiene el BMJ en un editorial, la aprobación basada en estudios no controlados o con marcadores indirectos debería ser la excepción y no la norma como es ahora. Los análisis citados muestran que el actual procedimiento regulador no consigue incentivar el desarrollo de los fármacos que necesitan los pacientes. Y el problema, como subraya en el BMJ la representante de los pacientes Emma Robertson, podría ser más profundo, pues según el boletín independiente Prescrire, solo el 7% de 1.345 fármacos evaluados entre 2000 y 2013 aportan un beneficio real en comparación con los fármacos disponibles.


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Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Circulación de cerebros

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre el impacto científico de la movilidad internacional de los investigadores

La llamada ciencia “open” tiene más implicaciones que el mero acceso abierto a revistas y artículos científicos, que de por sí ya es importante. La ciencia es probablemente uno de los mejores exponentes de la apertura, la colaboración internacional, la movilidad de personas y el trabajo cooperativo, por no hablar de la manida y equívoca globalización. Y ahora empezamos a apreciar hasta qué punto la investigación realizada en colaboración por autores de distintos países tiene mayor impacto científico. Un análisis bibliométrico publicado en Nature indica que, aunque la inversión nacional en investigación y desarrollo es importante para producir ciencia, cuando nos referimos a la ciencia de más calidad, o al menos la que tiene más citas y mayor impacto, lo que de verdad parece contar es la colaboración internacional.

Los países cuyos investigadores están más conectados y producen más artículos con colegas de otros países tienden a producir ciencia de mayor impacto, según los resultados del trabajo de Caroline S. Wagner y Koen Jonkers. Estos investigadores han ideado un “índice de apertura” (index of openness), que tiene en cuenta variables como la coautoría internacional y la movilidad de los investigadores, y lo han calculado para 33 países. Suiza (con un 42% de papers internacionales) y Singapur (con el 37%) encabezan el grupo de países que tienen un mayor índice de apertura internacional y a la vez producen ciencia de mayor impacto, en el que también están Australia, Irlanda, el Reino Unido, Canadá, Austria, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Portugal, Francia, Israel, Noruega y Suecia. Aunque la correlación no implica causalidad, en todos estos países la mayor apertura internacional se asocia con un mayor impacto científico.

En el extremo opuesto, con un bajo índice de apertura y un bajo impacto, están Turquía, Lituania, Rusia, Brasil, Polonia, la República Checa y Grecia. También están en este grupo China, Japón y, sorprendentemente, Corea del Sur, que es el país que invierte proporcionalmente más recursos en investigación y desarrollo, por delante de Estados Unidos, pero que produce solo un 15% de trabajos de investigación con coautoría internacional. De los 33 países estudiados, solo hay cuatro (Estados Unidos, España, Italia y Finlandia) que conjugan un bajo índice de apertura y un gran impacto científico. Y solo hay dos que tienen una alta apertura y un bajo impacto: México y Hungría.

La explicación de estos resultados no está clara, pero podría ser que el intercambio de ideas fomentara la creatividad y/o que produjera un efecto llamada de los mejores investigadores hacia los centros de mayor calidad, creado una especie de círculo virtuoso. En cualquier caso, parece que la inversión por sí misma no basta para crear ciencia de calidad y que hace falta además fomentar la movilidad de los investigadores. Otro estudio bibliométrico publicado en el mismo número de Nature, que analiza la filiación de 16 millones de autores de artículos científicos durante 2008-2015, revela que el 96% de los científicos trabajó en un solo país durante este periodo, mientras el 4% restante investigó en instituciones de varios países. Entre estos últimos, la cuarta parte son emigrantes y las tres cuartas partes restantes son investigadores viajeros, aquellos que hacen estancias temporales en otros países. El impacto de toda esta “circulación de cerebros” es rotundo: los científicos que desarrollan parte de su carrera en el extranjero tienen un 40% más de citas que sus homólogos que no salen del país de origen. Y lleva implícito además un mensaje claro para luchar contra la actual epidemia de mala ciencia: favorecer la coautoría y la movilidad. Estados Unidos y el Reino Unido, los dos principales países de acogida de cerebros, parecen ir ahora en sentido contrario. Pero esto abre sin duda nuevas posibilidades para otros países.


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Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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La ciencia oculta (The Hidden Science)

Galileo, Newton, Gauss, Einstein. If we review the list of the great heroes of science, something attracts attention. There are practically no women. We naturally meet Marie Curie, but we do not know the name of many other scientists who had to face all kinds of difficulties to carry out their discoveries due to her condition as a woman. His work has been blurred or even completely hidden.

For this reason, the Dr. Antoni Esteve Foundation presents The Hidden Science, a book that compiles the trajectory of fifteen scientists who reached great milestones in the history of science. Although some saw their work universally recognized, others were forgotten or relegated to a chiaroscuro area that should be illuminated. The person in charge of doing this is Sergio Erill, professor of pharmacology and patron of the Dr. Antonio Esteve Foundation, who with this new publication wants to bring the life and work of fifteen illustrious women scientists closer to all audiences.

Through two images that a priori have nothing in common, each chapter takes us into the scientific career of women like Hypatia, a key element in the scientific community of Alexandria, or, more recently, Jocelyn Bell, whose role in the discovery of the pulsar never was recognized with the Nobel Prize, which went to his colleagues Antony Hewish and Martin Ryle. Fred Boyle, founder of the Cambridge Institute of Astronomy and considered one of the most important scientists of the 20th century, cataloged the display as a robbery.

Despite the difficulties in carrying out their work, some scientists did finally achieve recognition. This is the case of Mina Fleming (1857-1911), who, after her husband left her pregnant, at the age of 20, went to work as a maid in the house of Professor Edward C. Pickering, director of the Harvard College Observatory. He started working at the observatory doing routine work and demonstrated his talent by developing a star classification system based on his spectrum. Over nine years, Fleming cataloged more than 10,000 stars, while also discovering 10 novae, 52 nebulae, and 310 variable stars. Although much of her work was attributed to a colleague, Mina Fleming was named an Honorary Member of the Royal Astronomical Society in 1906. Fleming Crater of the Moon reminds us of her work.

The Hidden Science was presented in November 2017 in Barcelona and Madrid. The presentation ceremony in Barcelona took place on November 16 at El Palauet in Barcelona and was attended by Joaquina Álvarez Marrón, president of the Association of Women Investigators & Technologists, and journalist Milagros Pérez Oliva.

Images of the presentation in Barcelona

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After its presentation in Barcelona, ​​The Hidden Science was presented on November 20 at the Madrid Press Association, with the presence of Pilar Tigeras, Deputy Vice President for Scientific Culture of the CSIC, and the journalist Victoria Toro. All attendees received a copy of the book.

Images of the presentation in Madrid

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El efecto nocebo en la consulta

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre el valor de la comunicación clínica para gestionar los efectos adversos

Las expectativas que tienen los pacientes sobre los efectos beneficiosos y perjudiciales de los tratamientos pueden jugar un papel relevante en el proceso terapéutico. Los médicos conocen bien el efecto placebo y son conscientes de que deben gestionarlo lo mejor que puedan, pero no ocurre lo mismo con su opuesto: el llamado efecto nocebo. La influencia negativa de las expectativas sobre los efectos secundarios de una intervención médica ha sido mucho menos estudiada y tenida en cuenta, pero este efecto nocebo es tan real como el placebo y merece por tanto la misma atención por parte del médico.

En todos los ensayos clínicos sobre eficacia de un medicamento, siempre hay pacientes que abandonan el experimento por los efectos secundarios. Cuando se desenmascara su identidad para analizar los resultados, resulta que algunos de estos pacientes estaban incluidos en el grupo que no había recibido el fármaco sino un placebo. Los efectos adversos que experimentaron los pacientes no pueden ser atribuidos al fármaco, porque no se les administró, ni tampoco al placebo que recibieron, porque es una sustancia inerte. Aunque son efectos reales (dolor, náuseas, pérdida de apetito, picor, problemas de sueño, etc.) hay que considerarlos, en principio, como efectos psicogénicos, es decir inducidos consciente o inconscientemente por el cerebro. Un metaanálisis ha cuantificado que podrían ser 1 de cada 20 los pacientes que abandonan un ensayo por el efecto nocebo, un fenómeno que no es fácil de estudiar, aunque algo se va avanzando.

Los resultados de un experimento publicado en la revista Science, además de revelar que los efectos placebo y nocebo comparten bases neurológicas, indican que incluso el precio es un factor que puede influir en el tratamiento. Ya se sabía que el mayor precio de un medicamento se asocia con un efecto placebo más intenso, y lo que este experimento ha aportado es que los medicamentos más caros también parecen tener un mayor efecto nocebo. La explicación más plausible, según los autores, es que los pacientes suponen que los medicamentos más caros son más potentes y eficaces y, consecuentemente, tienen también más efectos adversos. El experimento, que es una suerte de falso ensayo clínico, no deja de ser un estudio preliminar, pues solo se ha realizado con 49 personas. Y tampoco parece la revista Science, por más impacto y prestigio científicos que tenga, el foro más adecuado para discutir las complejas implicaciones clínicas y éticas que suscita la gestión del efecto nocebo en una consulta médica. ¿Cómo debe el médico trasladar al paciente toda la panoplia de efectos secundarios? ¿Hasta qué punto puede y debe ser neutral, sabedor de que puede condicionar las expectativas del paciente y los efectos del tratamiento?

El año pasado, la revista The Lancet lanzó la voz de alarma sobre el efecto pernicioso que estaba teniendo la difusión, no siempre ajustada a la realidad, de los potenciales efectos adversos de las estatinas. La evidencia científica muestra que los beneficios de estos fármacos sobrepasan con mucho sus potenciales efectos secundarios. Solo en el Reino Unido, se calcula que evitan cada año 80.000 infartos e ictus. Sin embargo, la polémica información sobre los efectos adversos de las estatinas ha contribuido a que 200.000 pacientes de ese país dejaran de tomar estos fármacos que reducen los niveles de colesterol y ayudan a prevenir tantos infartos y accidentes cerebrovasculares. El caso de las estatinas ilustra cuál puede ser el impacto terapéutico de un efecto nocebo mal gestionado. Aunque su comprensión científica sea todavía incipiente, no se puede ignorar que, de forma consciente o incosciente, el efecto nocebo está siempre rondando por la consulta. Y a los clínicos no les queda más remedio que asumirlo y aprender a gestionarlo en su comunicación con los pacientes.


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